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Cleto no puede…

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner suspendió su viaje a la República Popular China argumentando que el Poder Ejecutivo no puede quedar durante 10 días a cargo del vicepresidente Julio Cobos, porque, según la primera mandataria, "no cumple el rol que le asigna la Constitución" y "obstruye y se opone a medidas que son resorte de la Presidencia".




El vicepresidente fue acusado por la jefa del Estado de querer desestabilizar su gobierno, a tal punto que días atrás la Presidenta sostuvo que aquél quiere llegar a ocupar la Casa Rosada incluso antes de diciembre de 2011.

No pretendo en está líneas analizar el acierto o desacierto de la afirmación presidencial, porque no soy un analista político y porque ese costado de la noticia ha sido suficientemente abordado por especialistas de este medio digital y de la totalidad del periodismo gráfico y oral.

Si pretendo aprovechar esta situación de “crisis institucional” para intentar, desde mi condición de abogado, esbozar algunos conceptos constitucionales que nos dejen “lecciones básicas” en la materia y que nos estimulen a profundizar el estudio como comunidad políticamente organizada del articulado de la Carta Magna.

En consecuencia, el siguiente análisis hace abstracción de las personas que hoy por hoy ocupan los cargos, se trata de un desarrollo teórico, “de laboratorio”.

¿Cuál es el temor que puede tener el titular del Poder Ejecutivo de dejar en su lugar –por ausencia momentánea- al Vicepresidente con el que no se lleva bien, sea porque no cumple su rol, porque obstruye o incluso que desestabiliza?

Básicamente la “capacidad” del vicepresidente en ejercicio del Ejecutivo está dada por la atribución constitucional de firmar decretos y, en el punto extremo, decretos de necesidad y urgencia.

Ahora bien, si se trata de un “decreto ordinario” el art. 102 de la Constitución Nacional dispone que cada ministro es responsable de los actos que legaliza; y solidariamente de los que acuerda con sus colegas. Esta norma viene a disipar una posible duda: siendo el acto refrendado por el ministro un acto del presidente de la república, podría pensarse que el ministro estuviera exento de responsabilidad, la que recaería únicamente en el presidente.

Aparece lo que se conoce técnicamente como “el refrendo”, sin el cual el acto carece de eficacia, es nulo (art. 100 CN).

Veamos que pasa con los decretos de necesidad y urgencia (DNU) del art. 99 inciso 3º CN. Los DNU deben ser refrendados conjuntamente por el jefe de gabinete y los demás ministros (art. 100 inciso 13 CN).

Finalmente, ¿podría convocar a sesiones extraordinarias al Congreso Nacional? La respuesta es que para hacerlo necesita una vez más el “refrendo”, en este caso del Jefe de gabinete de ministros (art. 100 inciso 8 CN).

Concluyendo, y volviendo a la realidad, si la Presidente Kirchner hubiera viajado y el Vicepresidente Cobos hubiera quedado a cargo del Poder Ejecutivo, habría necesitado de la firma –refrendo- del Ministro del área responsable del tema sobre el que hubiera querido dictar un decreto. Ahora bien, si pretendiera dictar un DNU o convocar al Poder Legislativo a sesiones extraordinarias necesitaba de la firma del Jefe de Gabinete, Anibal Fernandez.

La situación nos trae a la memoria aquel programa del capocómico Alberto Olmedo “El negro no puede”, su adaptación a la realidad política nacional nos llevaría a titular “Cleto no puede”.





Carlos E. Llera





La Argentina: un teatro del “absurdo”

Existe un estilo literario-dramático cuya génesis se remonta a la Edad Media del Barroco español con las obras de moralidad alegórica y autos sacramentales. Una literatura llevada posteriormente a las tablas caracterizada por la “carencia de sentido” o “literatura del absurdo”, tal como puede interpretarse éste último en términos corrientes (ya que aún el aparente sin-sentido tiene su razón de ser), en la que se destacaron por ejemplo Kafka, Caroll y Strimberg.




Esta corriente, toma fuerza en París en el decenio cuarenta-cincuenta con autores como Ionesco, Beckett, Genet, entre otros.

La expresión “teatro de lo absurdo” deriva de la concepción filosófica de pensadores existencialistas como Jean Paul Sartre, que procuraban captar e interpretar la esencia de las creencias occidentalistas de un continente inmerso en una estéril lucha (2da. Guerra Mundial) donde quedaban en evidencia el sin sentido de la vida reflejado justamente en los diálogos de corte netamente absurdo, desprovistos de la cohesión lógica que, de manera inversa, caracterizan al llamado “realismo”.

El absurdo resume entonces para este arte, el salvajismo, lo inexplicable desde la razón, el discurso disparatado, evocando “fantasías”, “sueños que resultan pesadillas”, donde sólo aflora la subjetiva realidad (absurda), interna del autor.

La obra “El Rinoceronte” por ejemplo de Ionesco, describe la banalidad de las personas sumidas en un mundo contradictorio en el cual no logran la comunicación entre ellas.

Análogamente, los dementes, desequilibrados perfectamente identificables entre nuestros representantes actuales por sus dichos y actos en ese sentido de manera recurrente, no sólo no logran ni quieren la comunicación con sus semejantes, sino que hasta llegan a padecer de contradicciones descomunales para consigo mismos, o dicho en términos futbolísticos “lo único que hacen es patearse en contra”

Actuando de un modo diametralmente opuesto al que deberían en términos de concretar su sueño de perpetuidad en el poder, dilapidan irrecuperables horas, días, meses y años en innecesarios discursos que resultan lo diametralmente opuestos a sus actos, y tratando de ocultar sus más que evidentes y mezquinos intereses se empecinan de manera paradójica con acciones públicas, implementación de políticas que a lo único que conducen es a acrecentar el rechazo masivo de manera exponencial.

Todos nos contradecimos, pero hay contradicciones y contradicciones, ahí quizás se hace más evidente la tenue línea entre lo que entendemos por “normal” y lo “anormal”.

La confrontación por la confrontación, la dicotomía en el hacer y el decir que pone de relieve la forma en que los caprichos absurdos derivados de mentes febriles han usurpado el lugar de la razón que utilizaría las órdenes e instrucciones orientadas a la implementación y desarrollo de “un modelo”, por mejor o peor que éste fuera. Aquí no hay modelo, hay una “teatralización del absurdo”, una representación grotesca de psiquis desorientadas, confundidas, que perdieron hace mucho tiempo su brújula, dejaron de ser para pasar a estar esclavos de la ambición desmedida, del egoísmo exacerbado, del odio y sed de venganza que enferma la mente y el cuerpo y eso se nota mucho, se sabe más de lo que se desearía, por más recursos que se dilapiden para tratar de ocultarlo.

Sin embargo, no es menos relevante considerar la perspectiva opuesta, esto es que "Los pueblos tienen el gobierno que se merecen". Unos le adjudican la célebre frase a Moura, un político español conservador del siglo diecinueve; otros dicen que pertenece a Unamuno, de cualquier manera, como un modo de validar o refutar tal hipótesis, podemos remitirnos a las investigaciones científicas de diversas disciplinas que tienen estos temas mucho más claros que nosotros, y tropezarnos por ejemplo con un Psicoanalista como Carl Jung, quien desarrollara su “Teoría de los Arquetipos” definiéndolos como aquellas imágenes comunes a todos los seres humanos, revestidas de un poder tal que interconectan sociedades enteras mucho más allá de su cultura, religión, raza, etc.

En esta Teoría, Jung dice luego de sus exhaustivas investigaciones que los líderes de cualquier sociedad representan estas imágenes arquetípicas (Hitler, Stalin, la Madre Teresa de Calculta, Jesucristo, Budha, Perón, etc).

Pensemos entonces ¿por qué tenemos los gobernantes que tenemos?

Desde la Biología, si abordamos el análisis por la “Teoría del Campo Mórfico” de Sheldrake, podemos ver que toda sociedad presenta campos mórficos socioculturales en el marco de los cuales se estructura todo lo inherente a la misma. Más allá de su composición con miles y miles de personas “aparentemente” diferentes, una sociedad en su conjunto responde conforme a las características de su campo mórfico de manera uniforme a un sinnúmero de estímulos.

Volvámonos a preguntar ¿Por qué tenemos los gobernantes que tenemos?

Bajo la óptica de la “Sociología Política” el tema se diversifica y complejiza porque esta disciplina no sólo estudia el comportamiento o conductas de los políticos, sino que la forma de buscar explicaciones para la misma se sustenta en varios análisis entre los cuales no puede faltar la idiosincracia de los ciudadanos a quienes representan y los llevaron inexorablemente donde están.

Así por ejemplo podemos reparar en que nos quejamos de la maldad, inoperancia y demencia de quienes nos gobiernan y no queremos saber nada con que alguien nos diga ¿Y por qué los dejaron llegar al gobierno y quedarse tanto tiempo?

No oponemos ni la menor resistencia a los mensajes subliminales que nos idiotizan sabiendo que están hechos para eso y si no logran afectarnos, decididamente simulamos que quedamos hipnotizados con la más escalofriante actitud de pasividad mientras en paralelo seguimos quejándonos todas las horas de nuestra vida sin hacer nada para revertir la situación.

Entonces, nuestra vida cotidiana, la de todos los argentinos, los poquísimos que no se dan cuenta y todos los que dándonos cuenta no hacemos nada, se transforma en el “Teatro del Absurdo”, somos muertos enterrando a nuestros muertos, autómatas irreversibles o por opción.

Hoy, aquí vivimos en una enorme alegoría del absurdo, la permanente contradicción entre lo que queremos obteniendo siempre lo contrario, el antagonismo entre lo que declaramos querer y lo que terminamos eligiendo, la absurda obsesión por encontrar a ese “alguien” que nos libere de todos nuestros males que supimos conseguir a fuerza de generaciones y generaciones repitiendo errores sin detenernos un minuto a pensar ¿estaremos haciendo algo mal?, la imposibilidad de organizarnos como comunidad mínimamente sobre la base de los objetivos comunes, mientras dejamos para momentos menos “álgidos” la discusión, consenso y hasta dentro de ciertos límites, tolerancia en cuanto a nuestras diferencias.

Seguimos en la platea observando con la boca abierta y los ojos desorbitados todas las escenas de una obra que encima, reproduce con la más alta fidelidad todas nuestras miserias, libreto cuya autoría nos pertenece por acción u omisión, y nos creemos la fábula de que no tenemos nada que ver y no podemos hacer nada para revertirlas.

Vuelvo una vez más a citar una de las verdades más brillantes que he leído en mi vida y acostumbro referenciar con mucha frecuencia porque la considero la más extraordinaria clave resolutoria de todo el quehacer humano: “El mundo que hemos creado como resultado de nuestro pensamiento hasta hoy día, tiene problemas que no pueden resolverse si seguimos pensando de la forma como pensamos cuando lo creamos”. (Albert Einstein: El precio de la excelencia).





Nidia G. Osimani




 
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