Carta Abierta vs. Jauretche, según La Rosa

El kirchnerismo intenta encontrar las raices de su pensamiento en el peronismo nacionalista, pero la realidad discrepa con las intenciones de los seguidores de Néstor Kirchner. Aqui un ejemplo del fiasco:

En la esquina de Defensa e Independencia, el colectivo kirchnerista Carta Abierta difundió su 6ta. misiva que en la Quinta de Olivos imaginan como 'ejes intelectuales' del Frente para la Victoria, en este caso sobre la pobreza.

Todos los integrantes de Carta Abierta reivindican a Arturo Jauretche como un probable origen de su pensamiento peronista-nacionalista. Sin embargo, ¿Arturo Jauretche se reflejaría en los integrantes de Carta Abierta? ¿Y si Jauretche les impusiera rectificaciones para aceptarlos como herederos o seguidores?

Esto es lo que deja entrever Carlos Salvador La Rosa, en el otro texto de este debate. El periodista mendocino escribió precisamente sobre Jauretche y sus falsos discípulos kirchneristas.

Para comenzar, el texto de Carta Abierta, largo hasta la monotonía, que va del desempleo a Honduras, de la Ley de Medios Audiovisuales a Mauricio Macri, en fin: todas las paronias de la intelectualidad kirchnerista:

Con un pedido de profundización de los cambios que lleva adelante el Gobierno, el colectivo Carta Abierta leyó, en la esquina de Defensa y Avenida Independencia, el sexto documento público elaborado desde su creación. Entre los temas tratados, sobresalieron la pobreza, las elecciones del 28 de julio, la defensa de las instituciones, las retenciones y la necesidad de la recaudación impositiva y las críticas a la gestión de Mauricio Macri.

No somos mujeres y hombres del escándalo, nuestras conciencias no son saltimbanquis de la alarma. Al contrario: los hechos graves como el de la pobreza de amplios sectores de la población nos atañen. La pobreza atañe al fondo último de nuestros compromisos, la idea de igualdad, nuestras antiguas y recientes militancias. Nos compete, nos atraviesa. Por eso podemos decir: no nos escandaliza. El escándalo es gesto espectacular y ademán avieso. El rostro de los pobres se vuelve superficie de inscripción de llamados evangélicos, sacralidades disponibles, obsceno plano televisivo y objeto de malversación política. Nos atañen tanto las vidas dañadas por la miseria como su circulación en un imaginario que las despoja de creación, potencia y libertad.

Un presidente que desguazó las anteriores tramas sociales pudo decir “pobres habrá siempre” mientras creaba las condiciones para un inédito hundimiento de los salarios y los empleos. La conmoción del 2001 hizo visibles a contingentes de desocupados que habían encontrado en su exclusión el ímpetu para un descubrimiento de sus propias facultades organizativas y políticas.

El gobierno iniciado en 2003 pensó al trabajo como una vía de recuperación de la dignidad para los desposeídos. Expansión del empleo y paritarias fueron las llaves precisas y, a la vez, el horizonte deseado. Detenido el ciclo, en la tormenta del mundo, la pobreza se hizo tópico de lo irresuelto. También, núcleo rutilante de una confrontación que es necesario deshojar.

En una iglesia de Liniers, en los palacios vaticanos, en los palcos ruralistas y en los grandes medios se agitan hilos que provienen del mismo ovillo. Ovillo que es idea: es posible aunar la mayor riqueza –dada por la propiedad privada de ciertos recursos- con la asistencia caritativa a los más pobres. Campo y Cáritas. Soja y comedor popular. Para que ese enlace sea fructífero y económico debe prescindir de lo que es visto como poder coercitivo y expoliador: el Estado.

Y también del enlace de la cuestión de la pobreza con los temas de la justicia y la igualdad. Pobres habrá siempre, para atenderlos está Cáritas. La limosna es la vía celeste para unos y la sobrevivencia menoscabada para otros. Contra ella es necesario volver a situar la defensa de lo público, el engarce de la cuestión social con otros modos de la justicia y la apuesta no a la victimización de lo popular sino a su recreación política.

¿La justicia pendiente del presente no está ligada a la justicia respecto de un pasado criminal? ¿No está la deuda social impaga vinculada a una renovada reflexión sobre las condiciones de una redistribución del ingreso que afecte no sólo a los trabajadores en blanco? ¿Es posible encarar medidas imprescindibles, como un plan orientado a la resolución de las necesidades alimentarias de la población, que tenga alcance nacional y solidez nutricional, sin herramientas impositivas y recaudatorias? Sin retenciones hay limosna. Con retenciones: debate público y politización.

Decir eso suena a mala palabra: ¡quiénes son los extraviados que en el contexto de un ataque masivo a la política reclaman mayor politización! Nosotros: en la intersección, ya lo decimos, de Defensa e Independencia. En otras esquinas priman otros tonos: la indignación y la sospecha. El hombre típico de Corrientes y Esmeralda es hoy alguien que sospecha. Alguien que ve, tras los discursos y los valores de la política, una razón oscura que sería su verdadero sentido.

Una razón material, crematística, que funcionaría como hilo explicativo de toda conducta pública. ¡Quién les paga!, es el grito de guerra en una Argentina con una larga devastación de las conductas políticas. Contemporáneo a ese sentimiento está el de la indignación, el ademán del usuario enojado, del ciudadano reclamante, del movilero agitado en persecuciones varias, del periodista de piso que frunce el ceño. ¡Hasta cuándo!, resuena como eco. Entre la sospecha y la indignación se sumerge la vida política del país.

Quizás el ejemplo más claro de esto es la mutación de la condición del lector en gritón de los diarios digitales: ya no es el que acude a un encuentro con lo desconocido -que le exige no poca disposición amorosa para comprender- sino el que lee como excusa para el rezongo o la suspicacia insidiosa. Es el rumor mismo, la pasión arraigada en los subsuelos de los modos de vida que agrieta los cimientos mismos de lo público. Alimentados por una larga historia de desalientos y exacciones. Recreados como fábula moral en las usinas mediáticas. La nueva derecha vive en esos relatos y hace de ellos santo y seña.

Hoy esos ríos profundos de la vida contemporánea minan las bases de la gobernabilidad. Lo hacen ahora con el gobierno nacional. Lo harán luego contra otras representaciones. Lo que en su momento llamamos destituyente es eso: una articulación y un impulso, una organización de sentimientos difusos para dirigirlos, sin pausa y sin errancia, contra un objetivo determinado.

Por eso los jefes de ese movimiento no son hombres de la política, aunque ellos pretendan usufructuar sus resultados inmediatos. En el fondo se intuyen las futuras víctimas si no logran pactar con ese sordo rumor. Nadie es creíble, nadie está firme. Parecen a salvo aquellos que se escudan en el reconocimiento directo de las razones mercantiles: los que declaman sus historias empresarias, los que piensan la política como un momento más de la expansión de los negocios. Bajo sospecha quedan aquellos que intentan recurrir a los discursos ideológicos o a las tradiciones políticas. Los que confiesan se convierten en testigos protegidos del juicio al entero sistema partidario.

¿Puede reconstituirse lo público en un tembladeral animado por esas fuerzas sentimentales y anímicas? ¿Puede reconstituirse lo público amenazado por la sensibilidad del miedo, la sospecha y la indignación? ¿Qué política podrá sustraerse de esa atmósfera en la que se reclama el reino desembozado de los intereses privados, porque finalmente serían los únicos sinceros?

Una elección parlamentaria ha transcurrido hace algunas semanas. Los resultados fueron adversos para el proyecto que desde estas cartas acompañamos. En cierto sentido, las advertencias que recorrían los escritos anteriores fueron confirmadas: crecieron electoralmente los adalides de la restauración conservadora, fueron ungidos los que debaten en sus gabinetes cerrados si apurar el paso hasta la caída o dejar llegar las cosas –el gobierno exánime- hasta el 2011.

El triunfo de Unión Pro en la provincia de Buenos Aires, con un candidato que exhibe como méritos una caudalosa fortuna y destrezas televisivas, pone en evidencia la articulación política de los rasgos profundos de la época: el llamado a la desnuda presencia de las razones mercantiles como latir vital de la actividad pública y la mediatización de la política, convertida en mero apéndice de ficciones publicitarias que toman inspiraciones épicas –en una época que sin embargo pretenden disciplinada por las grandes fuerzas corporativas económicas- y se basan en idealizaciones de la vida popular –cuando estamos en un tiempo en que lo popular resiste dificultosamente la segmentación brutal de las experiencias colectivas-.

Esos rasgos no los inventó la derecha. A lo sumo, sus políticos y publicistas son los que más descarnadamente, sin culpa y sin velos, los incorporan y expanden y por ello pueden recibir los mejores dividendos. Los que se mueven como peces en el agua en la sociedad del espectáculo.

La elección de junio hizo visible la debilidad en la construcción de otra escena para la política. De una escena en la que las fuerzas provengan de la militancia popular y no de las mediciones de rating, en la que los candidatos y funcionarios se elijan menos por la opinión pública y más por sus compromisos persistentes, en la que los diálogos tengan menos de representación de roles que de apertura a problemas, en la que el voto se dirima por la defensa de las condiciones reales de vida y no por la presión de los conjurados mediáticos.

¿No serían éstos menos eficaces en su monserga destituyente si estuvieran menos impagas las deudas sociales? Al gobierno lo atacan los jefes agromediáticos por sus aciertos y no por sus errores. Pero en las urnas perdió también por sus traspiés, sus titubeos, sus debilidades. En manos de un electorado que parece más tomado por el desánimo o la apatía que por el entusiasta abrazo a las consignas de derecha.

La restauración conservadora está en curso y en ella se unifican poderes corporativos –el empresariado nucleado en AEA, la airada mesa de enlace, el bloque mediático y algunos políticos-. Sin embargo no puede pavonearse de legitimidad por el resultado electoral. Porque no está mellada la capacidad gubernamental y porque en los cuartos oscuros también fueron ungidas representaciones parlamentarias que arrojan a la escena problemas necesarios de ser tratados en pos de una sociedad más equitativa y justa.

Si el proceso abierto en el 2003 estuviera cerrado, si sólo quedase la organización de una retirada ordenada, el gesto de la crítica sería intento de autoexclusión de la derrota. Una precaria salvación. Por el contrario, si hay que mencionar errores es en función de otra hipótesis: la de que hay un núcleo de valores fundamentales de este proceso que es necesario no sólo defender sino expandir en los próximos dos años.

Y que se defienden y se expanden si hay capacidad de reinventar a la vez políticas de gobierno y de impulso de las autónomas voluntades militantes. Si hay capacidad de pensar como interlocutores no a las corporaciones con sus poderes de veto y sus agitadas amenazas sino a los argentinos de a pie: a esos que tienen el poder de su reunión, su fuerza y su voluntad.

Las urnas hablaron, pero su mensaje no tiene por qué ser aquel que los personeros de la destitución creen escuchar. Al contrario, muchos leyeron en ellas el llamado a un activismo renovado, capaz de procurar ámbitos de encuentro, creación de ideas en común, imaginativas defensas de lo público. En algunos lugares el nombre de Carta abierta bautizó esas experiencias que cavan el presente no sólo para atrincherarse en la prioritaria defensa de un gobierno legítimo sino también para encontrar los destellos de una política renacida. En muchas ciudades los hombres se reúnen en Defensa e Independencia. Quizás porque esa esquina siempre esté en el núcleo más íntimo de nuestras búsquedas.

No venimos aquí, al púlpito de la esquina, a presentar la cartilla para la reconstrucción de una militancia popular. Por el contrario: venimos a decir que estamos perplejos y asombrados. Que a la vez que hay indicios de la posibilidad cierta de una catástrofe conservadora hay un énfasis del gobierno en no retroceder en sus decisiones fundamentales y los hay también de una múltiple voluntad colectiva.

Podríamos decir: falta la construcción. Nos privamos de hacerlo, para que quede el vacío ruidoso de aquello que no sabemos ni qué sería ni cómo se hace. Apenas intuimos, y que valga como susurro, que mucho de pasión por el presente, de donación a los entusiasmos de lo que viene y de renuncia a las rigideces del pasado, serán actitudes necesarias.

¿Estamos pidiendo más a un gobierno cuya existencia está, sin dudas, amenazada? ¿Estamos concurriendo a la conjura de las exigencias que pueden alterar la vida institucional? ¿Es tiempo de solicitar, una vez más, profundización de los cambios, o sólo se trata de apegarnos a los hechos, a un realismo de la continuidad, para evitar lo peor: la desestabilización, el ascenso brusco de las derechas, el triunfo de las más radicales presiones corporativas, el escenario hondureño? El gobierno está sitiado. Por una confluencia que quizás nadie pueda detener.

En el sitio conjuga gestos defensivos, audacias inesperadas y perseverantes compromisos. Entre estos últimos, la actitud de condena frente al golpe en Honduras ante la indiferencia de muchos e incluso la crítica obtusa ante la decisión de la Presidenta de ir al lugar de los hechos para dejar claro que la recuperación democrática en ese país no sólo reclama la acción de las cancillerías o de las instancias diplomáticas internacionales. Honduras nos atañe. Habla de nosotros. Como Argentina habla de Bolivia. Y Bolivia de Venezuela. Y Venezuela de Ecuador. Destinos cruzados y necesidades mutuas en un contexto signado por la expansión de la presencia estadounidense en Colombia de un modo que remeda, amenazante, las viejas prácticas imperiales.

En cuanto a la actitud que el gobierno de Cristina Fernández debiera tener en esta situación amenazada, algunos prescriben concesiones ante grupos de presión; otros la defensa de las políticas económicas sostenidas. Si solicitamos más, es porque consideramos que esa defensa sólo puede desplegarse sobre la constitución de un horizonte político, sobre el hallazgo colectivo de un proyecto que exceda y desborde la actualidad, sobre el sueño común de reinvención de lo público.

Sin esa dimensión utópica, sin esa perspectiva que reinscriba los hechos cotidianos en un relato que los excede y potencia, no hay renovación de las posibilidades gubernamentales pero tampoco de las políticas populares. La idea de cambio fue, publicitariamente, capturada por las derechas mientras el gobierno hizo campañas de reivindicación de lo hecho. Pero la política no es el cierre sobre el presente, salvo que se resigne a devenir administración de lo dado. Es desde las fuerzas que efectivamente han transformado mucho en este país y en estos años, desde las fuerzas que han puesto en discusión razones profundas de la transformación social, que se debe recuperar la invocación al cambio. El llamado a la construcción de una sociedad emancipada de sus grilletes y reparadora de sus injusticias.

Se hizo, es cierto. Defendemos lo hecho. Pero lo que pende es fundamental: la reposición de las instituciones estatales en las condiciones de producción contemporáneas, el planteo de un sistema impositivo que tenga un carácter progresivo o desplegar nuevas regulaciones al capital financiero, son algunas. Otras ya las hemos mencionado. Insistimos: no como gestores de un balance de una empresa en quiebra. Sino como trabajadores de su recuperación.

La nación está en juego. Y las vísperas del bicentenario podrían ser ocasión de una apuesta imaginativa que desborde los fastos conmemorativos y los rituales previsibles. De una apuesta que incluya los temas postergados de la emancipación, como la relación entre la nación y las comunidades culturales y étnicas que la precedieron. La reivindicación de los pueblos originarios presupone una profunda invitación a poner en cuestión los fundamentos culturales que nos cobijan, no para abandonar los que nos son comunes sino para que nos sean comunes los que surjan de nuevas revisiones históricas.

La idea de que es necesario reabrir las posibilidades de la historia, no puede escindirse de la emergencia renovada de organizaciones populares. ¿A quién le habla el gobierno cuando habla?, es una pregunta que si notoriamente está vinculada con los estilos comunicacionales dice también sobre cuestiones estratégicas. Porque a la escena de las presiones de las corporaciones patronales sólo se la combate con una escena de escucha y conversación con los partidos políticos populares y con los movimientos sociales.

Y a la escena de los titiriteros mediáticos se la confronta no sólo con medios públicos -que son necesarios-, no sólo con la democratización que supone una ley de servicios audiovisuales -que es urgente e imprescindible-, sino también con una escena política autonomizada de la lógica mediática. Incluso, la que ocurra en los esfuerzos últimos que realicemos para que nuestra propia conciencia vuelva a albergar la noción básica de autonomía crítica, ética de convicción y templadas responsabilidades para reconstruir un sentido de verdad ante las derechas que en el vaciadero de los conceptos, se revisten con los viejos temas de las izquierdas. No es que las ideologías hayan desaparecido, sino que se las modula como una más de las mercancías que se le ofrecen al consumidor.

Alguna vez dijimos que a las acciones de este gobierno, incluso a algunas de las más relevantes, les faltaba lo previo: una cierta elaboración en la cual se inscribieran con la fuerza necesaria, pero también su enhebramiento con un entramado de voluntades y activismo, capaz de proponer temas, de situar problemas, de hacer y defender políticas.

No se trata sólo del horizonte político futuro. Incluso la institucionalidad gubernamental requiere, para sustentarse sin graves cesiones a los poderes corporativos -que encuentran hoy en el empresariado más concentrado un programa completo de transformación de la economía argentina- , de una revitalización de las organizaciones populares.

Eso que falta es necesario para preservar los aspectos más profundos y relevantes de estos años. Para preservar y expandir la política de derechos humanos; la integración regional; los derechos laborales; decisiones soberanas respecto de los organismos financieros internacionales; instituciones de defensa alejadas de las doctrinas de la represión; la inversión de recursos en ciencia y técnica. Preservar y expandir es, también, ir más allá de una concepción economicista que sitúa al crecimiento como estrategia rectora última.

La crisis mundial dejó interrumpido ese camino de expansión de la inversión, empleo y mercado interno. La idea de distribución de la riqueza vino asociada no sólo a un retintineo promisorio sino a la efectiva reactivación de la economía. La crisis afecta ese despliegue, que quizás tenía núcleos internos que lo volvían ciego ante ciertas situaciones de exclusión y desigualdad social.

El debate sobre las asignaciones familiares a trabajadores informales o a desocupados, la idea de ingreso universal de ciudadanía, los planes diferenciados para atender situaciones de pobreza, fue postergado en función de una perspectiva economicista. La ausencia de políticas reparatorias que atenuaran las desigualdades dentro del interior del mundo laboral, aligeró como palabras al viento aquellas que nombraban las efectivas medidas de justicia existentes.

¿No tuvieron relación los resultados electorales con esa ausencia? Porque no hay metáfora más errónea que la de traición, que supone a los votantes como seres arrastrados a una decisión cuyo sentido ignoran. Hay, en todo caso, un disgusto, una necesidad, una crítica, que benefició, especialmente, a los dirigentes surgidos de las falanges restauradoras y los gabinetes fantochescos que inventan políticos por encargo. Lamentamos esa decisión emanada de las urnas. Pero no serán las explicaciones consoladoras las que permitan revertirla.

La reversión es posible, pero requiere un modo novedoso de tratar lo público. De volver a considerar lo público. Está en juego eso en la política nacional pero también en la ciudad de Buenos Aires, en esta ciudad con sus plazas en las que se leen estas cartas, con sus edificios sanitarios amenazados por operaciones inmobiliarias, con sus parapoliciales que desalojan espacios comunitarios, con sus jefes de policía que surgen de las más tenebrosas historias de encubrimientos y exacciones. Medidas que pretenden hacer campo raso de lo heterogéneo y de la ciudad laboratorio de la nueva derecha. Nuestra calle, aquí, es Resistencia.

El jefe de gobierno de esta ciudad es un empresario. Como tal parece menos enjuiciable que los hombres de la política. Ante el banquillo del juicio que la sociedad mediática encara, se lo presume inocente. Quizás no del todo, pero sí más que aquellos que hablan más de política que de negocios. Por eso, puede reírse de las combinaciones entre tintorerías y prostíbulos en los barrios pobres de la ciudad. Ha ordenado desalojar huertas y expulsar hombres y mujeres sin techo. Ha burlado a los docentes y a los trabajadores de la salud.

Ha imaginado desalojar los antiguos neurosiquiátricos, menos por un libertarismo antimanicomial que por la valorización de los terrenos. Ha nombrado un jefe de policía en cuyo nombre se anuncia la acentuación de estrategias represivas y de funcionamientos corruptos. Perdiendo votos, sin embargo ha ganado las elecciones. Quizás porque en figuras así se condensan las fuerzas anímicas del miedo, la sospecha y la indignación.

No es un problema de los porteños. En Nueva York le pagan a los desocupados un pasaje de ida para privar de su miseria a la ciudad. Pero esta es nuestra ciudad: en ella debemos disputar cada esquina, cada barrio, cada discurso y cada idea. Contra esa articulación reaccionaria, es necesario situar una agenda de recuperación de lo público: del espacio, de las conversaciones, de las políticas, de las instituciones, de los recursos naturales, de las facultades humanas.

El mercado, sabemos, es capaz de apropiarse y gestionar todo eso, bajo la lógica de la ganancia y el rendimiento comercial. Y hay políticas estatales que se subordinan a la obediencia de esa lógica. Incluso, algunas políticas nacionales, como la que regula la minería, en la que prima la explotación inmediata antes que el resguardo de los derechos comunitarios. Recuperar lo público es poner en cuestión esos criterios, situarlos en el marco de una discusión que no debe aceptar para sí los límites de lo ya dado, sino que debe constituir el horizonte utópico y realizable de lo porvenir.

Hay mucho que preservar y hay mucho por hacer. Aunque minado por la sospecha y la indignación existe un terreno en el que eso se dirime: la política. Las diversas tradiciones ideológicas que han puesto el acento en lo popular y sus potencias tienen ante sí un desafío mayúsculo: el de considerar su confluencia sin exclusiones, su situación sin mezquindades y el futuro con inédita imaginación.

Aquí en esta esquina somos una suerte de conjurados. En defensa de un conjunto de políticas desplegadas desde el 2003 y del derecho del gobierno a perseverar en ese camino y con la independencia de criterio que nos dan nuestras propias experiencias, valores, ideas.

Nuestro llamado al coraje colectivo contra el operativo derrumbe no resuena en el eco de los espacios vacíos. Al contrario, rebota en los cuerpos, se ahínca en los sueños, se intercambia en la reflexión común. Por eso creemos que no se puede hablar de derrota ni de victoria ni nos está dado el tono de la certeza. Sí saber que lo que sucede nos atañe. Y por eso no nos escandaliza.

Ahora, el texto de Carlos Salvador La Rosa, en el diario Los Andes, de Mendoza:

Si hay un pensador argentino al que Cristina Fernández y los intelectuales K citan con gran frecuencia es a Arturo Jauretche; algo raro porque antes los “setentistas” se referenciaban mucho más en Cooke, Hernández Arregui, Puiggrós o hasta Scalabrini Ortiz, porque -sin decirlo directamente- veían a Jauretche como tibio, como poco de “izquierda”. Pero ahora parece que no.

Releyendo a Jauretche, es cierto que lo que éste decía y lo que dicen hoy los kirchneristas es bastante parecido. Pero si las ideas, más que analizadas literalmente lo son en base a su contexto histórico, quizá aparezcan algunas diferencias entre el pensamiento de Jauretche y el K.

Jauretche en su tiempo

Don Arturo era un radical nacionalista, pero en los albores del peronismo, frente a la mayoría de los radicales y nacionalistas que lo vieron como un movimiento bárbaro, de desclasados conducidos por un demagogo de ideas fascistas, Jauretche explicó así su apoyo al peronismo naciente:

“El nacionalismo de ustedes se parece al amor del hijo junto a la tumba del padre; el nuestro se parece al amor del padre junto a la cuna del hijo; y ésta es la sustancial diferencia. Para ustedes la nación se realizó y fue derogada. Para nosotros, todavía sigue naciendo”.

Cuando cayó Perón, Jauretche esbozó la siguiente crítica hacia el movimiento que defendió y que desde ese día defendería aún más: “Se cometió el error de desplazar y hasta hostilizar a los sectores de clase media... permitiendo al adversario unificarla en contra, máxime cuando se lesionaron inútilmente sus preocupaciones éticas y estéticas”.

Cuando Perón regresó en los ‘70, Jauretche -que había luchado como nadie por ese regreso- criticó a la juventud peronista que se proponía conducir el gobierno aún enfrentándose con Perón, diciéndoles: “Y este mocito no se para aquí, sino que ya empieza a clasificarnos a los que de lejos venimos por la huella nacional, diciendo éste sirve y éste no sirve y eligiendo como el indio con la lanza entre Albrieu, Cooke, Cardozo,Vandor, Osella Muñoz, etc. ¿No les digo que quieren agarrar las riendas? Menudo lío que tenemos los nacionales en aclarar nuestras cosas para que vengan las visitas y en cuanto se les sirve un mate, empiecen a decir, éste toma y éste no toma”.

A partir de estas significativas citas de fechas tan distintas, se deduce que en todo su devenir histórico, Jauretche sostuvo que se trataba de abrir, no de cerrar. De ir hacia adelante en vez de mirar atrás. De integrar a los diversos en vez de temer ser integrado por los otros.

De sumar y no de restar. De desplegar las banderas, no de guardarlas para una minoría de elegidos. Toda su vida estuvo fascinado por el futuro por venir, por los hijos por nacer, no encerrado en la veneración de un pasado mítico. Vivió criticando a los “viudos tristes”, esos que pasaban añorando lo que fue, en vez de construir lo que debería ser.

Jauretche en tiempos de Kirchner

El kirchnerismo y sus aliados, aunque repitan a Jauretche, no parecen tener la misma mirada política que tuvo él. Más bien, con respecto a la evolución histórica parecen tener la mirada opuesta.

A Hebe de Bonafini no vale la pena criticarla tanto por sus exabruptos -quizá comprensibles en una madre con un dolor irrenunciable a cuestas- pero la frase con la que ella critica a otra madre (Graciela Fernández Meijide) es algo más que un exabrupto: “Desde esta plaza repudiamos todo lo que se diga con respecto a los desaparecidos. Las Madres no vamos a discutir el número; lo que vamos a discutir es quiénes tenemos derecho a gritar, a decir y a defenderlos y quienes se asoman de vez en cuando para vender un libro rastrero”.

La señora de Bonafini nos está diciendo que sólo ella o quien ella permita, son los representantes en la tierra de los desaparecidos. El resto -incluso otras madres como Fernández Meijide- son “ratas” cuando hablan de ellos.

De proliferar tales ideas, el movimiento de los derechos humanos, cuya universalización a partir de la gesta de las madres fue cada vez mayor en la Argentina, tendería a encerrarse en un grupo de elegidos que serían sus únicos intérpretes. El resto sería “la derecha”.

Salvo cuando Bonafini autorice. Porque así como no autoriza a Fernández Meijide a hablar ni de su propio hijo desaparecido, permite y avala que Cristina Fernández compare el secuestro de personas con el “secuestro” de goles de fútbol. O que Néstor Kirchner compare una manifestación multitudinaria en apoyo del campo con los “grupos de tarea” de la dictadura.

Los intelectuales kirchneristas de “izquierda” creen que “la nueva derecha” es distinta a la “vieja”, porque antes la derecha hablaba con palabras de derecha, mientras que ahora se disfraza de izquierda. Por eso, de lo que se trata, dicen en su “Carta Abierta 3”, es de denunciar a los impostores: “Es cierto que, visiblemente, hoy no son muchos los que aceptan enarbolar blasones de derecha. Hay que buscarla en todos los lenguajes disponibles, en todos los partidos existentes, en todas las conductas públicas que puedan imaginarse”.

O sea, la misión de la izquierda K es la de delatar a los nuevos brujos, a los infiltrados, a los que hablan como “buenos de izquierda” pero en realidad son “malos de derecha”.

Así, en vez de buscar imponerse convenciendo a las mayorías populares de sus ideas mejores, como creen que hoy la gente es idiota (o, al menos, que está idiotizada por la tevé) lo que se proponen es -cual nuevo Tribunal de la Inquisición- quemar a los brujos, a ver si una vez quemados los “malos” la gente vuelve a pensar como los “buenos”.

Antes, cuando eran jóvenes y creían que el futuro era suyo, hacían todo lo posible para adelantarlo. Ahora, como creen lo contrario, hacen lo imposible por pararlo. Se sienten una élite iluminada, una aristocracia del espíritu incomprendida por la vulgaridad dominante de una clase media influida por el “complejo agromediático”: esos periodistas mediocres que quieren quitar a ellos el liderazgo intelectual y esos productores burgueses con olor a bosta.

Los intelectuales K antes de ser K, estaban encerrados en sus cenáculos universitarios, hasta que un aprendiz de brujo los hizo salir, pero no para ayudar con sus saberes a la sociedad sino para dar peroratas sobre su superioridad moral de academia medieval contra los nuevos bárbaros, a los que se proponen exorcizar y despreciar.

En los ‘70, estos intelectuales eran los “infiltrados de izquierda” dentro de un movimiento que se resistía a incorporar sangre nueva, pese al trasvasamiento generacional declamado por Perón. Ahora son ellos los que denuncian a los “infiltrados de derecha” que les quieren robar sus banderas. Por eso en vez de desplegarlas, las guardan para que no se las roben.

Ésa es la confianza que tienen en sí mismos, en el pueblo (hoy dominado culturalmente -dicen- por el “complejo agromediático”) y en la historia (que si ellos no la paran -dicen- se bandea definitivamente hacia la derecha). Por ende, terminan defendiendo la concentración del poder en una sola persona, porque para ellos el autoritarismo estatal es el mal menor.

Los “cabecitas negras” del primer peronismo se sentían dueños de su destino y amaban el futuro porque sabían que sería mejor que su pasado. Jauretche luego explicó a la clase media que debía conjugarse con los obreros para luchar todos juntos por un país más justo, por un futuro mejor.

En cambio, los jauretchianos actuales -repetidores mecánicos de Jauretche- son “viudos tristes” de un pasado que ya fue y no volverá. Un pasado que no disfrutaron cuando fue porque entonces también les parecía de “derecha” y tampoco ahora lo pueden disfrutar porque no está más. Entonces, contra todo sentido y razón, lo quieren resucitar.

En síntesis, los resultados de esa lógica política e intelectual están a la vista: en 2007 el kirchnerismo perdió el apoyo de las clases medias urbanas. En 2008 perdió el apoyo de las clases medias rurales. Y en 2009 perdió el conurbano bonaerense, al que intentó retener con candidaturas truchas creyendo que los pobres votaban como ganado. Pero los pobres se resistieron a ese menosprecio y derrotaron a ese oficialismo que cree que la gente es manipulable.

Es que a tales fracasos inevitablemente conduce toda propuesta política que, en vez de abrir, cierra; en vez de integrar teme ser integrada; en vez de amar el futuro añora el pasado; en vez de sumar, resta; en vez de entender la realidad y conducirla, busca enfrentarla o negarla. No parece ser nada de eso a lo que ofrendó su vida don Arturo Jauretche.



 
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